Hotel funerario
Andreína
Gomes
A veces, en la oscuridad de la noche, escucho la melodía
simple de tres notas que me hielan la sangre. Su repetido y tétrico ritmo me
deprime y hace que entre en una especie de trance; quedo atrapada en mi
subconsciente, pero finalmente abro los ojos.
El
atardecer estaba rosa y pronto sería malva, lo que quería era llegar a mi casa,
apenas faltaba una calle. Una vez más, en el casco central de Chacao se
desarrollaba una protesta que incluía cauchos ardiendo en mitad de la calle,
era imposible pasar por allí. El humo comenzaba a asfixiarme y me refugié en la
entrada de un edificio justo detrás mi hogar. En el lugar, recordé las
tertulias de los viejitos que meriendan en una panadería cercana, afirman la
existencia de atajos secretos entre los edificios. ¿Podría llegar al mío?
Dejé
de pensar en tonterías y quise devolverme, pero cerraron la puerta principal,
decidí esperar a que alguien pasara. Un par de gatos jugueteaban y al poco
tiempo el humo los ahuyentó, comenzó a pasar lo mismo conmigo, debía moverme.
Caminé al salón de fiestas del edificio, avisté una puerta y al abrirla vi un
jardín con un estrecho pasillo a un costado; tuve el impulso de seguir por
allí, tal vez encontraría el atajo a mi edificio. Luego de casi diez angustiosos
minutos caminando por el pasillo, llegué a una especie de patio trasero que
tenía unas largas escaleras, parecían las de El Calvario en la avenida Baralt,
pero estaban más desgastadas y con filtración.
Un
sentimiento de triunfo invadió mi cuerpo —¡lo había logrado!—, estaba segura de
que, finalmente, al subir esas escaleras, llegaría a mi edificio. Era como una
pirámide azteca en pleno Chacao, estaba ante mí, al llegar a la cima, podría
bajar por el otro lado. El miedo fue sustituido por la adrenalina que empezaba
a correr por mis venas. Subir escaleras era tan fácil —¿qué eran doscientos
escalones?—. Pronto estaría frente a mi laptop con mis pantuflas y un té.
Con
cuidado de no irme hacia los lados, comencé a subir, una caída en alguno de los
costados sería fatal. A medida que aumentaba la altura decidí ayudarme con las
manos, al rato estaba a gatas y, sin mirar atrás, ya que me mareaba con
facilidad. Decidí descansar un rato y llegó a mis oídos una melodía suave, fue
incrementando, pude notar que apenas eran tres notas que se repetían —sonaban
tétricas—, parecían provenir de un órgano o una gaita desafinada. No sé cuánto tiempo estuve escuchándola, pero
quería saber su procedencia. No pude contener la curiosidad, giré mi cabeza
hacia los lados, pero el sonido venía justo a mis espaldas, tenía miedo de
caer. El sonido continuaba —me llamaba—, con mucho cuidado giré mi cuerpo para
sentarme sobre las escaleras evitando mirar hacia abajo; finalmente, conseguí
estabilizarme y me senté en los escalones.
Ahí
estaba ese hombre sentado en un banco de cemento. Fácilmente pudo ser un
vocalista de Death Metal, estaba descalzo, sus pies estaban sucios y llenos de
sangre seca; vestía pantalones y camiseta negra impecables; su cabello, movido
por el viento, era azabache y su rostro —mi estómago dio un vuelco— lo ocultaba
en una especie de máscara flotante debajo del cabello, su expresión era trágica
como en las obras griegas. ¿Reía?
No
puedo asegurarlo, pero creo que me miraba sin inmutarse, estaba taciturno y me resultaba
extrañamente llamativo, no podía dejar de mirarlo, sentía fascinación y miedo
—nuevamente comencé a percibir la melodía—. Detrás del hombre había una especie
de quinta de un solo piso y en el medio tenía una torre del mismo tamaño, muy
parecida a la de los palacios hindúes. El hombre enmascarado desapareció ante
mis ojos.
La
sensación de aquel momento era indescriptible, estaba como en trance. Sin
aviso, salieron tres hombres enanos con cabezas cuatro veces más grandes de lo
normal, uno tras otro murmurando y con pasitos apurados. El primero tenía el
rostro cetrino con una sonrisa que parecía ser sostenida con alambres; el
segundo podría verse parte de su cráneo amarillento y el tercero —hizo que
ahogara un grito—, era una calavera andante, sus huesos estaban muy
descompuestos, cualquier soplo del viento podía desvanecerlo.
¿Eran
trillizos aquellos enanos? —No parecieron percatarse de mi presencia—. Luego de dar una vuelta alrededor entraron
por la puerta principal de la torre que estaba en medio de la casa de un piso;
cuando el último entró, la melodía se hizo más fuerte. —¡De allí dentro
provenía!—. Nuevamente el hombre de cabello azabache estaba sentado en el
banco, el viento era más fuerte. La puerta principal quedó entreabierta y
comencé a buscar el ángulo para tener una mejor visión de lo que había detrás
de aquellos muros. Sin aviso, lo que menos imaginé ocurrió: mi cabello subía
contra el viento, mis manos se elevaban, mis piernas ocuparon el lugar de mi
cabeza, el estómago se me iba a salir por la boca; simplemente decidí esperar a
que todo acabara pronto, todo se hizo blanco ante mí. Estaba cayendo.
La
melodía y yo estábamos en el mismo lugar, ya no me helaba la piel; un hombre
distinguido de finos bigotes, con elegantes ropas y un monóculo se me acercó:
—¡Bienvenida!
Aquí podrás esperar todo lo que quieras, el Hotel Funerario es el mejor lugar
para que los muertos esperen su muerte. Siéntete libre de transitar por aquí
—me dijo y, sin dejarme responder, se alejó dando media vuelta. Era una especie
de recepción con piso oscuro, largos muebles de terciopelo tinto, cuadros con
marcos antiquísimos y paredes de madera. El lugar estaba lleno de criaturas de
todo tipo: niños, jóvenes, ancianos; cada uno con alguna característica en
particular, unos mutilados, otros lastimados, rasguñados, con ropas viejas o
nuevas, blancos y negros, mujeres y hombres, parecían miembros de un circo
abandonado y triste. Nada parecía tener relación, era como un basurero de seres
humanos y objetos viejos.
Quise
salir de inmediato y así lo hice. Afuera estaba el banco de plaza que vi desde
las escaleras, pero la pequeña pirámide azteca había desaparecido. Veía todo y
nada al mismo tiempo, como el Aleph de Borges, pasaba mi vida, el mundo, las
protestas, sus cálidas llamas y sin avisar, todo se volvió oscuro, lo único que
me acompañaba era la melodía. ¿Así eran los agujeros negros?
¡Ese
hombre con la máscara me había tendido una trampa, él quería atraparme, no era
un atajo a mi edificio, ni unas escaleras como las de El Calvario, era claro lo
que pasaba! ¡Si hubiese subido sin mirar atrás estaría en mi casa, pero la
maldita melodía me atrapó!, ¡quería salir de allí! Debía obligar a ese monstruo
a decirme cómo hacerlo, pero mi cuerpo y mi voluntad no existían, apenas
quedaban mis pensamientos. No tenía duda de que pronto desaparecerían, ya no
había oxígeno, quedé envuelta en la nada.
Estaba
aturdida: balbuceos, luces, colores, gritos y más luces. Algo presionaba mi
nariz y boca e intenté alejarlo, pero mis manos eran pesadas como si miles de
insectos sustituyeran mi sangre; varios rostros comenzaron a bailar en mis
ojos, estaban rodeados de neblina. Poco a poco comencé a distinguir formas y
después personas conocidas, los insectos se iban y volvía a tener sangre.
—¡Vámonos
a la casa! —fue una de las primeras frases que pude entender.
Encontré paz entre las níveas sábanas de mi cama no había nada que temer; ni el hombre enmascarado, los trillizos endemoniados o aquel extraño lobby y su ridículo anfitrión, pero la melodía, no desaparece y tarde o temprano volverá a alcanzarme para siempre.
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