En octubre de 2006 tímida pero entusiasta, estaba cursando Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello.
Transcurrieron varios semestres importantes; pero me detengo en el año 2010, cuando una muchacha de Tucupita, del estado Delta Amacuro, ubicado en la región nororiental del país y yo entablamos una buena amistad; hasta ese momento era irrelevante su procedencia; comenzamos a tomar el Metro de Caracas juntas; entre la tertulia diaria recuerdo mis incesantes preguntas por cuestiones de su cultura −los waraos− y no es exagerado decir "su cultura", los aborígenes venezolanos son "clase aparte" en el país.
Los waraos tienen cantos, costumbres, vestimenta, cuentos, versos, etc. Quedé fascinada y mi interés se incrementó cuando me habló de la realidad: la persona warao sufre igual o más que el resto de los ciudadanos. El warao olvida sus cantos, costumbres, vestimentas, etc. para adaptarse a todo al ritmo actual del país y básicamente por dinero.
No, el dinero no es "malo", lo convertimos en una necesidad y si este no existiera usaríamos otro medio muy parecido. En fin, mi saber colectivo sobre los indígenas venezolanos es básico: nombre, comunidades, pobreza, mendicidad, bailes y cultura del colegio. Fui conociendo a la familia de mi compañera y la problemática se me hacía más interesante, no me malinterpreten, mi defecto −como el de muchos− es sentir curiosidad por el sufrimiento de otros.
Sin titubeo, decidimos realizar una exploración de campo al Estado Delta Amacuro para palpar la realidad del indígena warao. Así comienza la aventura.
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